Los Folletines Criollos se complacen en presentar a la nueva serie: "La saga de los Miedos" que comienza aquí con el EPISODIO I: "El viejo de la bolsa". Compartimos el estreno del primer CAPÍTULO. Y nos volvemos a encontrar cuando los miedos y los Folletines lo dispongan.
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El viejo de
la bolsa
(folletín)
CAPITULO I
El primer
cadáver apareció una mañana de invierno. Era el cadáver de un niño blanco,
ocho’diez años; mutilado, vejado, casi sin pelos; un cuadro de muerte
sangrienta. (Nadie imaginó entonces la ristra de muertos que se venía.) Alguno
de nosotros dijo reconocer a la víctima; algo casi gracioso entre aquel
enchastre de tripas; amasijo deforme, horrendo, retorcido en el sayo de una
bolsa, lleno de moscas, y ya roído por las ratas del basural. Este es el Grussusi. Se dijo. El tanito del
fondeadero. Y así era, nomás: al tanito se la habían dado, a lo bestia. Como a
un bicho dañino del monte.
La mañana se abre torpe en la barranca
de Villa Nueva; cielo de nubes negras, el sol sale como puede; del lado del río
sube esa cerrazón que anuncia tormenta. Los teros se agitan, alborotan el
amanecer tempestuoso; se respira olor a lluvia en la ribera. Se viene una fusca
bárbara, dijimos. Casi malditos. Desde el oeste retumba un trueno, todo
tiembla, se sacude. Después, un trueno aún más ostentoso. Las gallinas
mariposean como mandingas. Y un nuevo estampido, feroz, que enloquece a los
perros; estremece tablas y fieras en los corrales.
Temporal. Dijimos todos.
Los primeros ventarrones se arman
contra los tilos.
Llueve.
Llueve
duro; gotas gordas.
…
El rumor del niño hallado muertoa'palos en el basural (ya) se convirtió en
certeza. Los gritos de angustia (ya, sabemos) se propagan, se pregonan; hasta
que padre y madre dejan de buscar y rebuscar en los alrededores del fondeadero
y oyen y escuchan y atienden al cusiliari reunido y se apiñan y gimen y se
dejan aturdir por ese voceo que dice que El niño está muerto, En el basural, En
una bolsa… Santa Madona, gritan los
tanos. Y lloran, a los gritos, bajo el temporal que sacude el monte; la madre
se desmaya; el padre intenta estropearse la cabeza a puñetasos. Un concierto de
perros corona la escena: ladridos y ladridos. Y otro trueno tremendo. Finito il mondo, se lamentan, sonoro,
napolitano.
La
lluvia caía a pedradas sobre Villa Nueva…
Lluvia
densa, maciza.
Al
crepúsculo volvíamos todos del cementerio. Los desechos del Grussusi (entonces ya sabíamos que se le
habían llevado corazón hígado lengua manito izquierda patita derecha; además de
abrirle el culito con una cuchilla) descansaban ahora ordenaditos dentro de una
caja de madera sepultada en el campo santo de la comarca, como lo había pedido
su madre. Ningún sacerdote ofició el entierro del niño: en Villa Nueva no había
sacerdote. Ni había parroquia, claro; allí Dios no sabía de nuestras penurias.
Volvíamos enjambrados, amuchados para soportar el frío helado, la ventisca
lloviznada que arreciaba del río. Bajábamos, la estrecha senda de la barranca,
como en procesión, turbados y temerosos de esa muerte violenta que enlutaba a Villa
Nueva. (La desgracia.)
Un largo refucilo se deja ver al sur.
Ilumina como fuego.
La señal de la cruz ilustra a las
mujeres viejas.
Santa Madonina,
lloran las tanas.
Y
la lluvia ahora se desploma en ráfagas de locura.
En toda la comarca se maldice la misma
suerte… Los negros del Galpón se amontonan contra los barrotes para vernos
descender la cuesta del cementerio. Sus inmensos ojos blancos se multiplican
como luciérnagas nerviosas patrullando la oscuridad del anochecer. El horror
late en el ambiente, suda en escalofríos. Villa Nueva es un manto de mala
suerte. Parece un cuento; oteamos los corrales, también la hacienda luce
apenada. Hasta los indios de la Reducción se acercan a la vera del arroyo, su
condenada frontera. Nos miran, bajo la llovizna, tristes, respetuosos,
consternados en nuestro dolor de blancos. (El lamento napolitano supera todo lo
conocido.)
Peregrinamos la ribera hasta el
fondeadero; ceremoniosos, en silencio, acompasados en el revuelo del río y los
sauces… Y allí nos desperdigamos, los moradores de Villa Nueva, cada cual a su
madriguera, en sigilo, incómodos, apenas oliéndonos en la noche fría. Silencio.
Quietud. El tamborileo de la lluvia entre los cobertizos llega como única señal
de nuestras vidas. En la comarca. Todo es dolor. Todo es miedo. El miedo que
carcome nuestro sueño. Impetuoso. Porfiado.
En los ranchos se apilan lloros.
Como si el pánico fuera sembrando en
cada desvelo.
Padre
Santo, Padre Santo, rezamos. Todos…
El griterío, terrible, profundo de la
tana madre retumba entre la madrugada. Su marido, el padre del bambino ha intentado suicidarse;
sabiendo que nunca tendrá el valor, el desgraciado igual esgrime un machete al
propio cuello: Mío cuore e’ una pietra,
grita… Nadie pega un ojo en Villa Nueva… El latir del espanto se expande como
una marea, meticuloso y sagaz.
Miedo.
Todo
miedo.
Y la lluvia y el viento siempre en
escena, afuera, en la noche negra. El río se mece en oleadas.
Un aullido de perro llega de lejos,
tétrico.
En
la noche tétrica.
Todos sabíamos,
entreveíamos, o al menos sospechábamos qué
mierda había ocurrido con el tanito de la ensenada. Pero nadie, ninguno se
atrevía a decirlo en voz alta. El temor a su sola mención nos estremecía en la
soledad de nuestras conciencias. ¿Estaba ocurriéndonos eso que tanto temíamos? La respuesta asustaba con sólo pensarla. La
misma ruina que vapuleaba a todo el Pago de la Magdalena parecía cernirse sobre
nuestra olvidada comarca ribereña: Vemos, entendemos que para la muerte no
cuentan como excusa la belicosidad de estos insondables caminos del Virreinato…
Ella, la Muerte, siempre se las
arregla para llegar a cualquier lado… Incluso a este páramo absurdo, nuestra
aldea de mala reputación; este escondrijo, barroso, como un secreto de
corsarios: veinte leguas al sur de Buenos Aires; última ladronera antes del
Cabo de Hornos; embrollo de barcos negreros y contrabandistas, malandrines,
desterrados de toda laya, viciosos, putas; en la loma de la barranca, Villa
Nueva, sufrida de sudestada, arrinconada entre saladeros y curtiembres; nuestra
aldea, olvidada, palpitando el pulso de la Reducción: el hediondo lodazal donde
se pudren los indios Ki’lmes… Sí. (Es
cierto.) La muerte siempre siempre se las arregla para llegar a todos lados.
Y lo sabíamos, lo sentíamos; calaba en
nuestras conciencias.
Nadie se atrevía a decirlo en voz alta.
Nadie.
(El villorrio en silencio.)
Pero lo estábamos, todos, latiendo; sin
nombrarlo, sin decirlo; ensimismados, temblando el disgusto, calamitosos,
lamiendo el terror de nuestro amargo destino. Humillados. Sabíamos. Lo
sabíamos. Caminaba por todo el Pago de la Magdalena. Había llegado a nuestra
comarca. Pero no podíamos, no queríamos nombrarlo: (El viejo de la bolsa.)
Sí.
Sí.
EL
VIEJO DE LA BOLSA.
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